Wilma Dean Loomis es incapaz de mirarse a sí misma en el espejo. Desvía su mirada. La desvía ante sí misma y ante casi todo el mundo nerviosa y compungida como está por el qué dirán. Se consume por dentro observada como se sabe por Bud, presente impúdicamente en cada rincón de su cuarto, de su mente, de sus sueños. Torturada por querer y no poder o no saber cómo poder. Castigándose por las imposiciones ajenas pero, sobre todo, por las propias.
Esplendor en la hierba es, a mi parecer, una de las películas más extraordinarias que se han hecho sobre el deseo adolescente. En realidad creo que, en cierto modo, todo el cine adolescente gira en torno al deseo y es que nunca se quiere algo tanto como cuando tienes 15 años. Todo el universo gira en torno a aquello que deseas poseer, que necesitas poseer para seguir respirando y que sabes, o al menos esto es lo más habitual, que no puedes conseguir. El característico douleur exquise que provoca esta frustración cuasi constante del deseo, sólo sostenible en esa primera estancia de la vida que es la adolescencia, provoca una sensación tan adictiva y placentera como insoportable y miserable.
Dirigida en 1961 por Elia Kazan, que de desear lo propio y lo ajeno a costa de todo debía saber bastante, Esplendor en la hierba –aunque imagino que todo el mundo la habrá visto miles de veces ya creo que es uno de los must de las tardes veraniegas de la 2– trata la historia de Deanie Loomis y Bud Stamper, dos jóvenes pertenecientes a diferentes clases sociales en la América profunda (es decir, fuera de Nueva York).
Bud es un cateto nuevo rico, bobalicón y atractivo que como buen estereotipo del género teen practica deportes y hace las delicias de todas las chicas del instituto. Poco espabilado, indeciso y tremendamente hormonado, no tanto por motu propio sino más bien mediatizado por los deseos de su padre que confía en que su hijo se espabile si echa un polvo, sale con la chica más maravillosa de la clase, Deanie. Maravillosa no sólo por la magistral interpretación de Natalie Wood, que atraviesa la pantalla, sino porque constituye un complejísimo personaje que va mucho más allá de la chica guapa y modesta de instituto. Deanie es la encarnación fílmica de uno de los grandes dramas a los que durante siglos nos hemos visto sometidas las mujeres, el deseo sexual. Un deseo que comparte ardientemente con Bud –los franceses, como no pueden evitar ser franceses, tradujeron libremente el título del filme como La fièvre dans le sang– pero que en cuyo caso se ve agravado por el hecho condicionante y definitivo de que no sólo no puede dar rienda suelta y materializar su deseo, sino que ni siquiera puede confesar que lo tiene dado que sabe perfectamente que, en caso de hacerlo, sólo ella sufriría las consecuencias y automáticamente dejaría de ser una “nice girl” ya que éstas “…doesn't enjoy those things the way a man does. She just lets her husband come near her in order to have children…” la madre de Deanie dixit.
Pero el gran drama estalla cuando Bud, un inseguro Warren Beatty, decide (en realidad y de un modo bastante perverso no lo hace él sino su padre) que no puede aguantar a base de pinzas y tiene que consumar su deseo con alguien menos “nice” que Deanie. Conclusión, Deanie se queda sin llevarse el gato al agua y enloquece no sabemos si de dolor, de rabia, de desesperación, de fiebre en la sangre o de todo al mismo tiempo. En medio de todo esto acontece el crack de la bolsa y el baile del instituto, incisos magistrales y decisivos para el transcurrir de la película que acaba con una escena de reencuentro (esa de ajuste de cuentas que todos hemos deseado tener alguna vez) en la que Deanie ya asumido quién es, ha rehecho su vida y se ha librado finalmente del insípido Bud que termina bastante mejor y con menos remordimientos de los que muchos le hubiéramos deseado.
Una de mis escenas favoritas, el intercambio de miradas y el sentimiento mutuo de estar fuera de lugar de las deliciosas Deanie y Angelina (Zohra Lampert).
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